31 de octubre de 2008

Galileo y el cálculo de la Longitud

Durante siglos, la necesidad de conocer con precisión las coordenadas geográficas en la superficie terrestre, constituyó uno de los principales desafíos científico/tecnológicos de Occidente. Era tan urgente encontrar una solución, que las mentes más brillantes no dudaron en buscar la respuesta. Incluso Galileo Galilei, el padre de la ciencia moderna, sorprendió con una curiosa propuesta.

Por Hugo Jara Goldenberg

Este artículo fue publicado en la revista de divulgación astronómica
Argo Navis de diciembre de 2008.

Durante la Era de la Exploración (siglos XV, XVI y XVII) una de las principales preocupaciones de las potencias europeas era el poder acceder de manera rápida y segura a sus colonias de ultramar (a objeto de llevar al viejo continente la mayor cantidad de riquezas posible). Sin embargo la navegación a través de mar, entonces la única forma de viajar a esos lejanos lugares, era en extremo riesgosa, no sólo por los imprevistos climáticos y otros avatares que acechaban a los imponentes, pero a la vez frágiles navíos, sino porque no era posible establecer con seguridad la posición de las embarcaciones una vez que se alejaban de la costa. Después de largas jornadas de navegación en alta mar, era muy fácil perder el rumbo y ni siquiera la experiencia de los capitanes y navegantes más avezados, era garantía para que los convoyes, cargados de tesoros, llegaran sanos y salvos a su puerto de destino.

En esa época la ciencia de la cartografía estaba en pleno desarrollo, y en los aún imperfectos mapas, se utilizaba el sistema de coordenadas de Longitud y Latitud que todos conocemos. El valor de la latitud se podía establecer, ya entonces, con bastante precisión observando la posición del Sol y las estrellas, por medio de instrumentos como el astrolabio. Pero la otra coordenada, la Longitud, era imposible de determinar cuando los navíos se encontraban en alta mar. En el mejor de los casos sólo se le podía estimar, con márgenes de error tan amplios, que en la práctica no servía de nada, y los navegantes debían recurrir a su experiencia e intuición para calcular la posición de las embarcaciones en medio del océano.

El desconocimiento de la Longitud fue causa de incontables naufragios, con pérdidas de miles de vidas humanas y flotas enteras, pero también de los valiosos cargamentos en mercancías y metales preciosos que iban a bordo. Así las cosas, el problema de calcular la Longitud pasó a ser un asunto de Estado, tanto para las potencias imperiales como para los países dedicados a la navegación y el comercio. Era tanto lo que estaba en juego, que su determinación se transformó en el gran desafío tecnológico de la época, y los gobiernos no tardaron en ofrecer importantes premios a quienes encontraran una solución. Pero tan atractivo como el premio en dinero, lo era el honor y la fama que obtendría quien diera con la solución, por lo que las mentes más brillantes de entonces, no dudaron en enfrentar el problema.

Los relojes y la Longitud

Dado que la Longitud es una coordenada cuya medida se asocia a los meridianos, los cuales acompañan al movimiento de rotación de la Tierra, era natural que la forma de calcularla fuera por medio de los relojes. El asunto se ve sencillo, si a bordo de la embarcación se llevan dos relojes, uno con la hora local, y el otro con la hora del puerto de zarpe (cuya Longitud es conocida), entonces basta con comparar, en cualquier momento, la diferencia horaria entre ambos relojes, para calcular la posición en que se encuentra la embarcación, asumiendo que a cada hora de diferencia, corresponden 15º de Longitud.

Sin embargo, el gran problema era que entonces no existían relojes capaces de mantener con precisión, después de días de navegación, la hora del puerto de origen. El movimiento del mar, los cambios de temperatura y la humedad alteraban de tal modo los mecanismos mecánicos de los relojes, que éstos se adelantaban o atrasaban de manera incontrolable, perdiendo la valiosa hora de comparación. Con respecto a la hora local, con ella no había problema ya que los relojes de a bordo se podían calibrar cada día a mediodía, cuando el Sol se encontraba en el cenit (sobre sus cabezas).

La solución demoró mucho tiempo en llegar. Recién a mediados del siglo XVIII un desconocido y autodidacta fabricante de relojes, llamado John Harrison (1693-1776) inventó el cronómetro marino. Este instrumento, una joya de la tecnología mecánica, poseía una precisión tal, que funcionaba durante semanas con desvíos de sólo unos pocos segundos, y no se veía afectado por las rigurosas condiciones presentes en alta mar. Una vez que el invento fue reconocido, el cronómetro marino pasó a ser un instrumento esencial en toda embarcación, y gracias a él, los capitanes y navegantes ya nunca más tendrían que adivinar su posición en medio del océano. John Harrison se transformó en una celebridad, y pudo cobrar, no sin dificultades, el importante premio que el gobierno inglés había ofrecido a quien finalmente resolviera el problema de la Longitud.

La búsqueda de la Longitud en los cielos

En el intertanto (no olvidemos que la solución de Harrison tardó siglos en llegar), hubo muchos que intentaron someter a la indomable Longitud por medio de los astros. Se propusieron diversos métodos que pretendían, en función de las posiciones relativas de las estrellas con respecto a objetos de trayectoria conocida como la Luna, fijar la posición exacta del observador en la superficie de la Tierra. Sin embargo dichos procedimientos, si bien teóricamente podían funcionar, en la práctica resultaban inaplicables.

Y también Galileo Galilei (Pisa,1564 – Florencia,1642), el famoso físico, matemático, astrónomo y filósofo italiano, propuso un curioso método estelar para el cálculo de la Longitud. Pero antes de explicar su propuesta, es necesario recordar que en el año 1609 Galileo observó por primera vez los cielos con un telescopio. Con un primitivo instrumento fabricado por él mismo, hizo descubrimientos asombros: vio cráteres y montañas en la Luna; fases en el planeta Venus; Manchas en el Sol, unas protuberancias que rodeaban a Saturno (por lo limitado de su telescopio no fue capaz de identificar los anillos de ese planeta) y también observó a cuatro pequeñas lunas que orbitaban veloz e incansablemente en torno al gigante Júpiter.

Galileo Galillei estudió durante meses el movimiento de estos cuatro objetos y tabuló sus órbitas, calculando con gran precisión el momento en que cada una de dichas lunas desaparecían tras la sombra de Júpiter (determinó que se producían alrededor de mil ocultamientos al año). Pero al pisano, que no fue sólo un gran científico sino también un reconocido tecnólogo, se le ocurrió una original idea para calcular la Longitud, utilizando como reloj estelar, a los periódicos eclipses jovianos.

Su propuesta era muy simple, si se registraban en un almanaque los instantes esperados (fecha y hora) de los ocultamientos, visibles para un lugar determinado (que es considerado como meridiano cero), entonces bastaba con observar dichos eclipses en cualquier otro sitio de la Tierra y comparar la hora local del fenómeno con la señalada en el almanaque, para determinar con exactitud el valor de la Longitud.

Pero Galileo, como brillante inventor (ver el artículo Galileo Galilei: científico, ingeniero e inventor), no se quedó sólo en la idea, sino que creó el Celatone, un extraño casco-máscara provisto de un pequeño telescopio en uno de los orificios oculares. La idea era que los marinos utilizaran dicho casco para observar a Júpiter y sus lunas. Con el ojo desnudo apuntarían al brillante planeta, y a continuación con el otro ojo (el que tenía el telescopio) podrían observar la danza de los satélites y registrar el momento preciso de los ocultamientos.

Galileo presentó su invento a diversos gobiernos, pero fue rechazado ya que resultaba poco práctico de utilizar a bordo de una embarcación. De partida Júpiter no es visible durante todo el año, tampoco durante el día, ni en condiciones de mal tiempo. Y aún teniéndolo a la vista, sería muy difícil observar y cronometrar los ocultamientos de sus lunas desde una cubierta sometida al vaivén de las olas.

Sin embargo, algunos años después de su muerte, el novedoso procedimiento fue finalmente reconocido, pero no para calcular la Longitud en el mar, sino para determinarla en tierra firme. A mediados del siglo XVII, los principales reinos europeos encargaron a sus cartógrafos y topógrafos que redibujaran los mapas entonces en uso, con el fin de conocer la verdadera extensión de sus dominios. Y la técnica elegida para determinar con precisión la Longitud fue el método de Galileo. Por ello, a partir del año 1650 muchos astrónomos se dedicaron a estudiar con el mayor detalle posible, los eclipses de las lunas de Júpiter, ya que mientras más exactas fueran las tablas de ocultamientos, más precisas serían también las coordenadas calculadas en la superficie terrestre.

Un astrónomo que se destacó en esta tarea fue Giovanni Domenico Cassini (Génova, 1625 – Paris, 1712), quien desde su puesto de Director del Observatorio de Paris dirigió a un equipo de investigadores dedicados exclusivamente a la calibración del esos lejanos eclipses, a fin de redibujar el mapa de Francia, tarea que le fue encargada por el Rey Luis XIV. Y fue en el curso de ese trabajo que un miembro del grupo, el astrónomo danés Ole Römer (1644-1710) se percató de una situación extraña: cuando la Tierra se encontraba más cerca de Júpiter, los ocultamientos se anticipaban a lo calculado; y al contrario, cuando ambos planetas se encontraban más alejados entre sí, dichos ocultamientos se retrasaban. La conclusión a la que llegó fue que esa diferencia se debía a la velocidad de la luz, la cual determinó que era, en valores actualizados, de 298.000 km/s. Gracias a ese hallazgo este astrónomo danés se hizo famoso, y aunque todos aprendimos en el colegio que Römer fue el primero en determinar en el año 1675 un valor para la velocidad de luz, pocos saben que hizo ese trascendental descubrimiento mientras aplicaba el método de Galileo para el cálculo de la Longitud.

Los sistemas de posicionamiento por satélite

Hoy en día calcular con precisión las coordenadas de cualquier punto de la superficie de la Tierra es casi un juego de niños. La tecnología de posicionamiento global a través de satélites GPS (EEUU) es cada vez más popular y son incontables los artefactos de uso doméstico que lo incorporan. Y por supuesto que dichos receptores GPS ya forman parte del instrumental estándar de cualquier vehículo terrestre, marítimo o aéreo, siendo en la actualidad casi imposible extraviar el rumbo.

Sin embargo, a muchos países les incomoda el depender, en un aspecto tan estratégico, de una tecnología norteamericana y que además es en esencia una aplicación militar que, en cualquier momento, puede ser suspendida o limitada para el ámbito civil (se sabe que a propósito se genera degradación en las señales de uso público). Por ello Rusia construyó su propio sistema de posicionamiento llamado Glonass, China posee el sistema conocido como Beidou y la Comunidad Europea también está implementando una tecnología similar.

El sistema europeo utilizará un conjunto de 30 satélites, y será una aplicación exclusivamente civil, aunque se complementará con los sistemas ya existentes. Se comenzó a desarrollar en el año 2000 y se espera que esté plenamente operativo alrededor del 2010-2015.

Cuando los europeos buscaron un nombre para su sistema de posicionamiento satelital, no tuvieron que pensarlo mucho. Después de conocer el aporte del famoso científico italiano a la determinación de las coordenas geográficas terrestres desde los cielos, resulta natural comprender por qué esa moderna constelación de satélites ha sido bautizada como Sistema Global de Navegación por Satélite GALILEO. Como pocas veces, no se pudo haber rendido un homenaje más justo y merecido.

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